sábado, 27 de diciembre de 2008

EL ANGEL DE NAVIDAD

Fue un día veinticuatro de diciembre El calor era casi infernal como para que no hubiera dudas de que había comenzado el verano. Inexplicablemente las ventas en mi negocio de telas habían estado muy bajas durante toda esa mañana Pasaban las horas y llegando al mediodía la situación no mejoraba. Asumí como causa más probable de esto la preocupación de la gente por hacer sus últimas compras de regalos, y en vistas de la baja actividad decidí salir del local a dar una vuelta por los alrededores.
En realidad me sentía extraño No contaba con que mi negocio iba a pasar por esa mala racha. Yo había planeado tener unos buenos ingresos para Navidad, de tal forma de poder cubrir ciertos gastos y obligaciones, pero parecía que definitivamente las cosas se iban a desarrollar de manera distinta.
Las calles estaban llenas de gente en febril ajetreo, y los vendedores ambulantes ofrecían toda clase de artículos: juguetes, adornos, espejos y cuanto fuera dable imaginar.
Ante tal espectáculo pensé en la distorsión que con el tiempo había sufrido esa fecha en que se suponía que debíamos recordar el nacimiento de Jesús, y que habíamos transformado en una época de desenfrenada compra de regalos olvidándonos de su real significado. Y lo peor era que yo formaba parte de tal desenfreno porque hasta hacía unos minutos estaba amargado por no vender en mi tienda tanto como hubiera querido.
De pronto vi sentada en la vereda a una niña, de unos diez años tal vez, que vendía unos peines para el pelo. La gente pasaba presurosa a su lado. Su mirada triste me conmovió. Me imaginé que esa noche de Navidad ella no recibiría regalos y quizás nunca los habría recibido. Me acerqué, llevado por un repentino impulso de ayudarla:
- ¿Cuánto valen los peines?
- Doscientos pesos cada uno - me dijo con voz tímida
- No, yo te digo todos los peines.
- ¿Todos? - me miró con sorpresa.
- Sí, todos. ¿Cuánto valen todos tus peines?
La niña hizo un rápido cálculo y me dijo que valían unos diez mil pesos. Le pasé el dinero y la miré cómo corría, contenta, a contarlo a su madre, que se encontraba poco más allá, lo que le había sucedido.
Seguí caminando, con los peines en una bolsita plástica. Una cuadra más adelante, me encontré con una mujer que tenía en brazos a un bebé de pocas semanas. Estaba ofreciendo tarjetas de. saludos pero se notaba que no había vendido muchas. Me acerqué y se las compré todas. La mujer me agradeció emocionada.
-Que Dios se lo pague señor - me dijo, mientras abrazaba a su pequeño.
Mi corazón latía con alegría por haberla ayudado, pero también con tristeza, al ver que otras personas podían ser felices con tan poco. Me sentí egoísta e indigno, porque disponiendo de muchos más bienes materiales que esa mujer, yo me angustiaba por no tener aún más.
Fui recorriendo las calles comprándoles cosas a ancianos y niños, y regalando también las cosas que ya había comprado. Quien me hubiera visto en esos afanes hubiera pensado quizás que yo había perdido el control de mis actos, pero me sentía presa de un impulso irresistible de “volverme loco”, de ayudar a los necesitados y de ver sus caras de sorpresa y alegría. Así olvidé completamente los problemas que tenía en mi negocio. Ya vendrían mejores días. Esa noche era Navidad y yo sentía la urgencia de ayudar a los demás.
Llegué entonces a una tienda grande y con bonitas vitrinas. Frente a una de ellas, un niño humildemente vestido observaba una variedad de juguetes. Cuando estuve junto a él, le pregunté:
- ¿Te gustaría tener alguno de esos?
- No - me dijo con voz triste, pero yo noté que su mirada se posó por un segundo en una brillante pelota de fútbol de varios colores.
- Espérame aquí y no te muevas - le dije, y entré al local.
Le pedí a un dependiente que me envolviera en papel de regalo una pelota corno la de la vitrina. Pagué y salí a la calle:
-Toma, esto es para ti.
El niño dudó unos segundos antes de estirar sus manos para recibir el paquete. Se quedó inmóvil junto a mí. Después me miró con una expresión tranquila con la que me dijo más que si me hubiera hablado para agradecerme, y se marchó, perdiéndose entre la gente.
Estaba atardeciendo - había pasado varias horas en mi recorrido por el barrio, y decidí volver a mi tienda. Las ventas no habían mejorado. Decidí cerrar temprano, y les dije a mis dependientes que se retiraran. Sentí de nuevo inquietud por el curso que habían tomado mis negocios. ¿Sería algo pasajero? ¿O tal vez no?
Llegué a la casa preocupado y casi no toqué la cena. Esperamos la medianoche con mi mujer y mis hijos y nos intercambiamos regalos. Sin embargo, no me sentía contento y decidí irme a la cama.
Antes de que pudiera hacerlo, recibí una llamada telefónica: debía ir de inmediato a mi tienda. Se estaba incendiando. En cosa de segundos, un torrente de ideas pasó por mi mente.
¿Sería una mala broma? Tomé el auto y me fui a toda velocidad- Cuatro cuadras antes de llegar ya se veía en el cielo el reflejo rojizo provocado por las llamas que consumían un inmueble. Estacioné y corrí desesperado. No había duda, era mi tienda que ardía por los cuatro costados. Mientras decenas de bomberos trataban de controlar el incendio, la policía impedía acercarse a los curiosos que miraban espantados el espectáculo. Yo veía todo aquello y no podría creer que fuera verdad.
Seis horas después, los bomberos habían dominado la situación y de mi negocio sólo quedaban escombros humeantes. Sentado en el borde de la vereda, sintiéndome solo y abandonado, me puse a llorar amargamente. Esa noche se habían perdido mis esfuerzos de toda una vida. No sabía qué sería de mí.
- No llores - sentí una voz a mis espaldas.
Me sequé las lágrimas y me volví. Allí estaba el niño al que le había comprado los regalos la tarde anterior. Vestía su misma ropa humilde, pero me pareció que su rostro emitía un extraño fulgor. Tal vez era producto de mi imaginación.
Tú querías vender mucho en tu tienda ayer y vendiste muy poco. Pero así como me compraste un regalo yo compré toda tu tienda sin que me lo pidieras.
¿Qué estás diciendo? - le pregunté, pero se alejó de mí sin decir más.
Me quedé mirándolo basta que dobló la esquina. Debería haberlo seguido, pero yo estaba con el ánimo deshecho. Luego de un largo rato, reuní suficientes fuerzas como para ponerme de pie e irme a casa.
Mi mujer no había dormido en toda la noche, inquieta por saber de mí.
Tu secretaria llamó apenas supo lo del incendio. Quería hablar contigo - me dijo cuando me vio
entrar.
- No quiero conversar con ella ni con nadie.
- Ha llamado cada media hora. De seguro lo hará en cualquier momento.

Así fue. El teléfono sonó cuando recién me había sentado en el sillón del salón a tratar de ordenar mis pensamientos. Era mi secretaria.
- Lo había estado llamando por lo del incendio partió diciendo, nerviosa.
- Si, se perdió todo, hasta el último ladrillo - le dije apesadumbrado.
- No, señor, por eso lo llamaba. No se perdió nada, porque hace quince días yo aseguré el local y la mercadería que teníamos- ¿se acuerda que le había comentado que era conveniente hacerlo? y después yo no le dije nada a usted porque la cuota a pagar era un poco alta y ta1 vez se podría enojar. Así que la compañía de seguros pagará todo.
Me tuve que sentar. No podía creerlo. Simplemente no podía creerlo. Estaba salvado.
Fue entonces cuando comprendí que el niño, ese niño de ropas humildes y de mirada tranquila que me había consolado, no podía ser menos que un ángel, un ángel de Navidad que se había compadecido de mí y me había cambiado la vida.
“Pero así como me compraste un regalo sin pedírtelo, yo compré tu tienda sin que me lo pidieras”

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