lunes, 26 de diciembre de 2011

La vida, compañera inseparable de la muerte.

No hay cómo escapar de la muerte. El hombre busca la fuente de la eterna juventud y se afana cada día en esquivar el paso de los años, buscando fórmulas que le permitan parecer que ha vivido menos de los años que representa y con ello prolongar nuestro paso por la tierra, con tantas técnicas y experimentadas fórmulas para alargar los días de la vida y tratar de arrebatarle a la fuerza algunos años a la más absoluta verdad del hombre, su muerte. Nada nuevo hay en lo que digo, es la reflexión de todos nosotros en el cada día y nos esforzamos por buscar recodos que nos permitan ocultarnos un poco de la visión aterradora de quien cabalga en corceles negros y corre con una guadaña entre los trigales de los campos o los solitarios desiertos.
En lo personal, me causa pánico enfrentar ese momento. Sin embargo, se mitiga el temor cuando recuerdo el haber estado demasiado cerca de ella.
Una mañana, muy temprano, concurrí entusiasmado a disfrutar de una mañana de pesca y de búsqueda de moluscos entre las rocas, en una tranquila playa en el sector de Coloso, antes que se construyeran las instalaciones del actual muelle de embarque de “La Escondida”,
Había mucha calma en el ambiente, bastante calor, pero no mucho oleaje. Me di a la tarea de recolectar sin saber a qué me enfrentaria esa mañana. Me encontraba tranquilo y cauto, sin embargo, cometí un error fatal: Le di la espalda al mar mientras extraía un loco de entre las rocas. Fue entonces que éste se alzó sorpresivamente, como un gigantesco coloso silencioso, extendiendo sus garras de agua, y con sus codos más elevados que nunca, trató de asirme con la ayuda de la mano de la muerte, que andaba por esos lados de la playa buscando una víctima del mar, dejando ese día las carreteras y hospitales.
Divisé con el rabo del ojo esa aterradora mano negra de esa inmensa ola, siendo arrojado con violencia a un acantilado profundo, como embudo sin fin, sin destino, sin esperanzas, con la paz de la conciencia aferrada a la vida, pero entregado irremediablemente a la furia momentánea del mar, que me arrastraba a sus túneles oscuros y tenebrosos, mientras la dentadura blanca de la que cabalga por las noches, sonreía de su nueva adquisición.
Lo que siempre me causó pánico, dolor, susto y una inusitada desesperación, fue pasando lentamente a una dulce calma, como si navegara en las más quietas aguas de un mar de tranquilidad. Los pocos sentidos me permitieron soltar de mi mano derecha el corvo militar, empleado tantas veces para la faena del marisco, por temor a clavarme o causarme, en el revoltijo de agua y espuma algún daño mayor. De pronto vino esa película que muchos hablan de la vida. Todo en un instante, del nacimiento hasta la juventud, la vida en un segundo, no es cuento, es la verdad de la previa a la partida. El noviazgo y el rostro de mi amada esposa, y el de mi pequeña hija se dibujaron nítidamente en un telón al frente de mis ojos, a pesar que en ese instante solo sentía las caricias del mar, y el arrullo de sus espumas, que me acariciaban el rostro.
Me acordé de Dios y pensé que era una soberana tontera haber dejado a mis amores durmiendo en casa, por el afán de divertirme, en esa quieta playa de Coloso acompañado de un vecino chilote, conocedor del arte de la pesca.
Mi plegaria y oración fue sincera: “Padre nuestro que estás en el cielo, Santificado sea tu nombre….(mientras las imágenes de mis amadas me sonreían.)… Una sensación de paz inmensa, de dulce partida, de reposado silencio se apoderaban de mi cuerpo y alma.
Mis ojos no veían nada, solo espuma, burbujas y había perdido completamente la noción y orientación, no distinguía ni cielo ni tierra ni nada que me pudiera orientar sobre mi agitación física y espiritual en medio de las aguas. Continué mi oración en calma, convencido que ella mitigaría las penas de los que me recordarían en mi abrupta partida…"Venga a nosotros tu Reino… Hágase Señor tu voluntad", aquí en la tierra como en el cielo… Hasta allí llegó mi petición, pronunciada con humildad y profunda fe. De pronto una mano de agua, la misma que me había arrojado desde las rocas hacia los profundos acantilados, y por decisión divina, me tomó nuevamente y me subió en la cresta espumosa de sus dedos, dándome una dolorosa lección de vida, para que nunca más abusara de la confianza del mar, arrojándome nuevamente con violencia a una roca que estaba muy alta, pero además seca y ardiente por el sol de esa mañana.
Mi amigo, el chilote Marilincán, observaba a unos mil metros en las rocas mi posible paradero, buscando ansioso encontrar algún vestigio del que había estado pescando a su lado y que se encontraba desaparecido entre las aguas. Al sentir el ardor de las rocas, observé mi cuerpo magullado, golpeado, arrastrado entre las rocas y arañado por las piedras. Gotas de sangre escapaban de mi magullada piel, y comenzó la vida nuevamente en mí través del dolor. La dulzura del paso hacia la otra vida, se transformó en dolor que jamás, en el transcurso de la emergencia, sentí.
Luego vino mi amigo a recogerme y preguntarme por mi estado.
Estoy bien - le dije -. Asustado, pero bien.
Mi mano izquierda estaba morada, tiesa, con un dolor indescriptible. Mis dedos estaban absolutamente recogidos. Comencé a moverlos uno a uno con mi mano derecha que estaba con mejor movilidad. Un dedito para atrás, otro más, otro más….y allí entre mis dedos y la palma de mi mano, estaba el molusco, pegado en la piel, succionándome tal vez las células, muy oculto y en una tranquilidad que el mar custodiaba su propia vida.
Por ello que temerle a la muerte, a pesar de mis permanentes crisis existenciales, no se justifica. Ella es amiga de la vida y se apiada de nosotros. Dios en su infinita bondad evita el sufrimiento del hombre en ese trance. Cuando un alfiler clava tu piel, te duele, como un aviso pequeño de que algo anda mal. Pero cuando una mano o una pierna son cercenadas en un trágico accidente, no mueres del dolor ni te das cuenta de ello. Mueres por que nadie retuvo la hemorragia.
No temamos a la muerte, ella nos tiene registrados en su lista y nos buscará cuando corresponda. Vivamos felices cada día, por que esa tarde cualquiera, cuando pasen cabalgando los jinetes de la carroza a buscar nuestros cuerpos, ojala nos sorprenda con esa sonrisa que nos permitirá ver y sentir la divinidad de Dios y el calor y sonrisa de los que partieron antes, por que no cabe dudas que pasar por ese trance, aparentemente doloroso, por ese túnel oscuro que varios han visto, será en verdad un camino hacia la luz que nos espera brillante en el fondo donde nos llamar{an entusiasmados y sonrientes aquellos que nos aman, por que estarán contentos al recibirnos en esa luz que es el mismo Dios.
Vivamos la vida y seamos concientes de la muerte, que no nos tratará mal. Nos llevará con delicadeza y convencida que nos entregaremos a ella con humildad.
Los que tanto luchan por tener menos años, por rejuvenecer las canas, por estirarse las pieles para representar menos edad o para evitar lo inevitable, viven equivocados, y no tendrán ni un día más. Por eso el Evangelio nos dice: “Estad atentos, nadie sabe el día ni la hora…” por que en verdad, la vida como la muerte vienen juntas, una de blanco y la otra de negro, una en la luz y la otra en la oscuridad, pero traen el mismo libro, una misma bitácora, donde el mismo Dios ha registrado, con siglos de anticipación, nuestro comienzo y también nuestro final.
La vida camina cada día de la mano con la muerte. Es así de simple.

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